Maternar en medio de la guerra


Katherin

En Colombia, la vida de muchas mujeres ha estado atravesada por la violencia. Algunas que somos madres hemos tenido que cargar en silencio con el dolor y las heridas abiertas que nos ha dejado el conflicto armado, y pese a todo, hemos seguido adelante con nuestras maternidades, aún en medio de la guerra.

Muchas veces se nos ha condenado a no ser más que una cifra creciente de familiares de personas desaparecidas, asesinadas, reclutadas y masacradas; como si detrás de ese número teñido de sangre y olvido no reposara una vida, unos sueños y una historia que contar.

Llevo algunos años viviendo en el Cauca, uno de los departamentos más biodiversos de Colombia, en donde confluyen y contrastan las llanuras del pacífico con las montañas de la cordillera central y occidental, la bota caucana y los valles del Patía. Lamentablemente, por su ubicación estratégica, también es uno de los departamentos más golpeados por la violencia. Aquí llegué durante mi segundo embarazo, acompañada de mi hijo mayor; y cautivada por las imponentes montañas, los largos caminos de tierra roja, los volcanes y la gente. En el Cauca prácticamente toda la población ha estado en medio del fuego cruzado, aquí las mujeres lloran a sus hijos, a sus esposos, a sus hermanos; y los hogares cada día se fracturan a causa de la guerra. Este lugar de contrastes me ha confrontado con la historia de violencia que está ligada a mi maternidad. He visto a muchas personas llevar en silencio su dolor, que quizá por el poco tiempo que hay entre un asesinato y otro, o por las dinámicas de un territorio en guerra, se ven obligadas a ello. A veces parece que aquí no hay espacio para la tristeza, o a lo mejor permitirse vivir un duelo no es sino uno más de esos privilegios de otras realidades que son ajenas a este lugar, donde, a pesar de todo, la gente no abandona la lucha por defender la vida. Por eso el Cauca es la cuna de la resistencia, y muy seguramente por eso la vida me trajo aquí.

Hace 13 años nació Sua, mi hijo mayor, el que puso en evidencia mis instintos más animales, más mamíferos, más protectores, y hasta entonces, más desconocidos para mí. Yo era muy joven aún, y tomé decisiones apresuradas que conllevaron a no poder darle todo lo que me hubiese gustado. Lo que más me pesó fue abandonar mi carrera y posponerme como mujer. Sin embargo, estoy segura de que si él no hubiera llegado a mi vida en ese momento, no habría podido experimentar esa sensación de plenitud que él me genera, ni todo su amor, ni sus enseñanzas. Nunca pensé que esta maternidad me iba a poner en pausa durante tantos años, pero tampoco me imaginaba que, al decidir retomar mis estudios, doce años después, iba a encontrar en mi hijo el apoyo más incondicional para hacerlo. Fue la misma persona por quien un día creí que estaba dejándolo todo la que me salvó de perderme en el olvido, y me liberó de la condena social de ser, por encima de todo, una madre abnegada.


Durante su gestación se despertó en mí una necesidad de cuidado que me llevó a aferrarme fuertemente a la espiritualidad, una espiritualidad que se apartaba de la religiosidad para abrirle paso al ritual en los que experimentaba la plenitud y el poder de mi cuerpo creador de otro cuerpo; motivada en primer lugar por mis propias creencias, y de otro lado por la fuerte influencia de Augusto, el padre de Sua, un hombre de ascendencia indígena que luchó siempre por rescatar sus tradiciones, para de una u otra manera transmitirlas a su hijo. Mis manos, que ya se preparaban para contener a mi pequeño bebé, empezaban a trazar sus caminos a través del tejido. Desde entonces no he parado de tejer; ese es mi rezo más profundo, y también ha sido nuestro sustento.

A través de mi embarazo me fui embarcando hacia otros rumbos posibles; encontré diferentes visiones sobre la maternidad con las que me sentía más cómoda y quise direccionar mi experiencia hacia allá, entonces decidí que quería parir en mi casa con una partera, y vivir mi proceso lejos de medicalización y protocolos. Pero lo que inminentemente hubiese sido la experiencia “normal” de una jovencita pariendo hace 13 años se convirtió en una serie de eventos que revolucionaron todo a mi alrededor, desde las personas de mi círculo más cercano que nunca estuvieron de acuerdo, hasta el miedo y la desconfianza que empecé a sentir sobre mi propia capacidad de parir; lo que hizo que poco a poco esa idea se fuera desdibujando. 

Aunque en mi gestación recibí los cuidados de las manos cálidas de una partera, la custodia de los mamos, y el calor de mi familia, el anhelado día del parto nada salió como esperaba. En ese momento me di cuenta, por primera vez, que maternar también significa aprender a soltar el control. Lejos del nacimiento que me había imaginado, tuve que enfrentar una experiencia hospitalaria violenta e invasiva, tal vez por ser tan joven o tal vez por no estar tan informada, no lo sé… De ese día solo quiero recordar la imagen vívida de mi hijo recién nacido bañado en vernix; era lo más hermoso que habían visto mis ojos.

A los pocos días del nacimiento, durante un solsticio de diciembre, su padre sembró la placenta. La vida de mi hijo transcurría con normalidad, hasta que tenía un poco más de 2 años y empezó a enfermar; en una de sus peores crisis tuvo una convulsión que lo llevó a estar hospitalizado por varios días. Era un jueves 10 de julio; recuerdo que nos vimos con su padre por la mañana en el hospital y mientras hacíamos el cambio de turno, hablamos durante algunos minutos. El diagnóstico del niño era incierto, al igual que la cantidad de días que estaríamos allí, así que Augusto se fue a la casa a recoger más ropa, y acordamos vernos por la noche para que él se quedara con el niño.

Pasaron las horas, llegó la noche y también la madrugada sin rastro de él. Antes de que amaneciera recibí la llamada más perturbadora de mi vida; al otro lado del teléfono una voz femenina me decía que lo habían encontrado muerto, que lo habían matado. Tenía en los brazos a mi hijo y lo apreté muy fuerte; inevitablemente mi cuerpo parecía desvanecerse entre preguntas y recuerdos remotos donde lo que más resonaba en mi cabeza era la idea de un sueño inconcluso, un sueño que había sido de los dos y en el que me sentí completamente abandonada. Mientras su cuerpo yacía en medio de bolsas negras, a mi la vida se me caía a pedazos, me cuestionaba qué podría hacer a mis 21 años con un niño tan pequeño, y cómo le iba a explicar que no son la muerte de su padre no era el designio de ningún Dios, sino que es la cruda realidad que viven muchas familias en el lugar donde nacimos. Cómo hacerle entender que nadie es dueño de la vida de nadie, si a su papá le arrebataron con tres disparos la existencia y a él mismo le quitaron la posibilidad de tenerlo en su vida y lo condenaron a ser un huérfano más de los tantos que ha dejado la violencia en Colombia.

De un momento a otro la vida se detuvo, los días y las noches se llenaron de ausencia, ya no sentía hambre, ni sueño, y habitar este cuerpo parecía una pesadilla. Lo único que me devolvía a la realidad era mi hijo, porque lo único de lo que no podía escapar era de la maternidad.


Siento que lo más difícil no es ni siquiera lidiar con el propio dolor, sino acompañar a transitar a los hijos todo el vacío que queda; en cada etapa de la vida del niño han surgido muchas dudas que casi nunca he sabido responder; eso le dio cabida al silencio, un silencio que nos fue carcomiendo por dentro, y que me llevó a tener muchos miedos, prevenciones y desconfianzas. Yo era muy consciente del daño que el miedo me hacía, y realmente durante muchos años traté de convencerme de lo imposible que era volver a vivir algo similar, pero mis pensamientos eran contradictorios y constantemente me alertaban del peligro, aunque no existiera, aunque fuera una fantasía producto de mis traumas.


La desgracia siempre fue más allá del hecho violento en sí, porque a todos nos arrebataron algo más que la vida de Augusto: la infancia de mi hijo se desvaneció tanto como su risa, pues asumir una verdad como estas le exigía un grado de entendimiento y madurez para los que no estaba preparado. Tampoco podía pasar por alto la forma en que su vida se transformó de un momento a otro. Era una situación ineludible que le generaba caos e incertidumbre, y que lo volcaba desde muy pequeño, a buscar explicaciones; a preferir indagar sobre la ausencia de su papá por encima de los intereses de otros niños de su edad. 

También nuestro tiempo juntos se fue reduciendo. Encargarme de proveer, pagar las cuentas y sobrevivir, me llevó inevitablemente a recargar todo el peso del cuidado del niño en mis padres, a quienes les debo, sobre todo, el haberle ofrecido un entorno amoroso, cuando todo lo que había afuera era caos, olvido y desesperanza.


Recuerdo una bicicleta torpemente adaptada para los dos. En ella lo llevaba al jardín, para después atravesar la ciudad de sur a norte, y llegar a trabajar limpiando una casa; tenía que hacerlo en tiempo récord y volver pedaleando muy rápido, abriéndome paso entre los buses, carros, y volquetas que circulaban por la avenida 68, hasta volver nuevamente por él. Solo alcanzaba a recorrer un par de cuadras cuando sentía su cabecita ladeada sobre mi brazo que sostenía el manubrio. Caía vencido de sueño en medio del tráfico y la indiferencia. 

En la casa donde trabajaba acababa de ocurrir un nacimiento. La madre me había contado su experiencia de parto soñado en la intimidad y calidez de su hogar. Me habló del cuidado de las parteras y la compañía de las doulas. Me parecía importante que en la ciudad se estuvieran retomando estas prácticas con tanta fuerza, porque siempre tenía un pensamiento asociado a mi experiencia; y era que ninguna mujer tuviera que parir en esas condiciones tan inhumanas que me tocó hacerlo a mí. Ella me habló de una beca para formarse como doula. Sin pensarlo mucho tomé la decisión de inscribirme; y asistí a la entrevista acompañada de mi hijo.  Honestamente no tenía muchas expectativas, y salí de ahí a continuar con mi desgastante rutina. 

Una de aquellas tardes, después de recogerlo en el jardín, recibí una llamada en la que me informaron que me había ganado la beca.  Por fin parecía que la vida estaba jugando a favor de nosotros, ¡Por fin las cosas estaban empezando a cambiar!

He intentado acompañar el proceso del niño desde su derecho a saber la verdad, por cruda que fuera, pero ¿cómo iba a dimensionar un niño de dos años un asesinato, si ni siquiera tenía claro en su mente el concepto de morir?, ¿cómo llenar ese lugar vacío que quedó para siempre en su vida, y abrazar ese dolor que martilla en él desde ese día en que supo que nunca jamás lo iba a volver a ver, y que posiblemente con el tiempo el sonido de su voz se iba a borrar de su mente? A Sua poco o nada le importa el liderazgo social de su padre, y su vida no depende de la imagen ni de las ideas con las que él vivió. El tiempo se ha encargado de enterrar junto a sus huesos todo lo que él era, y le ha dejado al niño únicamente la posibilidad de remover ese vago recuerdo que aún conserva, y anhelar que en las noches lo visite en sus sueños. No es muy ambicioso, solo pide que no lo abandone. Crecer entre la incertidumbre y la zozobra lo llevó a encontrar en la música una forma de hallarlo. Lo he visto durante horas tocar el piano con los ojos cerrados, como tratando de revivirlo por un instante. 

Con el tiempo me fui convirtiendo en la voz de mi hijo contra la impunidad. Me empeñé en desenterrar la verdad, en exigir que se hiciera justicia por su padre y en mantener viva su memoria; por lo menos hasta que él tuviera la edad suficiente para abanderar esa lucha en la que hemos sido arropados y respaldados por muchas personas que atraviesan situaciones similares.

Muchos años después, en este cuerpo lleno de historias grabadas como cicatrices, volvió a florecer la vida; esta vez, producto de mi relación con Cesar, un indígena del pueblo Nasa con quien coincidimos en el camino de la defensa de los derechos humanos. Mi embarazo transcurría mientras las calles ardían en medio de las movilizaciones del paro nacional. Las tensiones en el suroccidente del país eran muy fuertes, también la represión y los ataques desmedidos que recibían los manifestantes.

Uno de esos días me despedí del papá de mi hija; él iba a encontrarse con Beatriz, su compañera de trabajo y amiga, con quien subiría al resguardo indígena de Canoas, mientras yo me dirigía a unas citas médicas. Quedamos de vernos nuevamente en la tarde para ir a tomar las fotos del embarazo en San Pedro, a las afueras de Santander de Quilichao. Cuando iba llegando a la cita médica me percaté de unos mensajes y llamadas que había recibido, todos sobre la misma hora. Pasaban ambulancias, y el ambiente estaba tenso en el pueblo. Donde me encontraba, la gente hablaba de muertos y heridos en San Pedro; y yo empecé a sospechar que algo andaba mal, porque esa era la ruta que ellos tomarían, así que me senté a ver esos mensajes. El primero que revisé fue un audio enviado del teléfono de César, era su voz, pero se quebraba: "Amor, yo estoy bien, pero nos hicieron un atentado... Estoy herido, me dieron tres tiros, llama a mis papás...". ¡Quedé fría! Traté de comunicarme con él, pero ya no respondía, las manos me temblaban tanto que no podía ni sostener el teléfono. Tenía 7 meses de embarazo y era imposible gritar o desesperarme porque todos me decían "Tranquila, por favor piense en su bebé” y por supuesto pensaba en mi bebé, que sin siquiera haber nacido ya era víctima de esa maldita guerra.

Beatriz también era mamá, y le desgarraron la vida ante los ojos de su pequeña hija. No es justo que la guerra siga dejando tantas ausencias, tantos niños sin papá ni mamá y tantas vidas afectadas. No me es posible desligar la maternidad del sufrimiento y de las múltiples formas de violencia porque sé lo difícil que es ser mamá en un contexto de guerra.

Todos los esfuerzos por proteger a mi bebé de esas sensaciones fueron en vano, pues a partir de ese horrible suceso mi embarazo tomó un rumbo distinto, empecé a perder peso, y la niña no estaba creciendo al ritmo esperado. Dos semanas después de ese día, Libertad tuvo que nacer, diminuta, en este mundo tan hostil.

Mi hija nació prematura en la clínica, y a diferencia de la experiencia anterior, esta vez solté por completo el control de las cosas. En ese momento solo me interesaba que las dos estuviéramos bien, sin importar la medicalización, los protocolos o la inevitable cesárea. Mi hija vino a este mundo con una cardiopatía congénita, con un corazón en el que no se oye percusión sino el viento de los Andes que la vieron nacer. 

Libertad, como la canción de Gian Franco Pagliaro; la que emerge de las luchas y evoca a todos los que no están; los presos, los exiliados, los perseguidos, los asesinados y los desaparecidos. Ella llegó en medio del estallido social, y su nombre es la representación de todos los que perecieron soñando un país mejor. 

Abrazada por la fuerza de los volcanes, la sostuve por primera vez entre mis brazos, mientras nuevamente afuera el mundo parecía desmoronarse. El padre, aún herido, no pudo presenciar el nacimiento, ni estar cerca; sus fuerzas apenas le alcanzaban para recuperarse de las heridas. Al final nada se detuvo ante la adversidad; Libertad llegó a nuestras vidas con una historia de dolor que marcó a nuestra familia para siempre. Ella y Beatriz son un solo hilo del diminuto paso que hay entre la vida y la muerte.

Salir de la clínica me puso nuevamente frente a esa realidad de saborear la amarga rutina de amamantar y extraer esquirlas; de cambiar pañales y hacer curaciones, de llorar y volver a tener mucho miedo. En ese momento sentí cómo la solidaridad del pueblo Nasa se volcó sobre nosotros, y mi postparto fue contenido por muchas manos. Estando lejos de mi casa y de mi familia, pude sentir esa fuerza de la comunidad en la que nació mi hija. 

Apenas unos meses después del nacimiento de la niña tuvimos que partir de Colombia y vivir en el exilio. Las redes de cuidado de mis hijos han sido transfronterizas, y en cada lugar que pisamos logramos encontrar personas dispuestas a ser nuestro soporte; pero qué difícil fue estar lejos de la tierra mientras aquí a la gente la seguían matando: decidimos volver, esta vez a un lugar diferente, muy cerca de las pineras de Cajibío. Establecernos nuevamente en el norte del departamento era un riesgo que no íbamos a correr. No conocíamos a nadie aquí, no teníamos redes de apoyo, ni un lugar para vivir. Éramos solo los cuatro empezando de cero una vez más. Con el tiempo hemos ido dando forma a nuestro hogar, y hemos sido abrazados por una pequeña red de afectos que se ha convertido en una parte fundamental de nuestro paso por estas montañas.

Maternar bajo ninguna circunstancia es sencillo, pero hacerlo en medio del sonido ensordecedor de los fusiles, es un acto de valor incalculable. Debo admitir que muchas veces me he arrepentido por traer a mis hijos de vuelta aquí, exponiéndolos a todo aquello que repudiamos. La violencia ha escalado a pasos agigantados y es evidente que esa realidad no va a cambiar, pero aquí está nuestra casa, nuestra vida, nuestro trabajo y nuestra lucha.

Katherin, primera sesión de arteterapia.

Katherin, primera sesión de arteterapia.

“Mi familia, es ese momento del día, que evoca el retorno. Es la necesidad de volver, de ocupar mi lugar seguro, mi refugio. Mi familia es el atardecer en que todos los seres se resguardan”.

Katherin, segunda sesión de arteterapia.

Escucha aquí la voz de Katherin

Mi familia está conformada por mi hijo Sua, la memoria de Augusto -su padre asesinado-, mi hija Libertad, mi compañero César, que es indígena del pueblo nasa, y yo. Vivimos en las montañas del Cauca y nuestra historia familiar ha estado marcada por la violencia, pero también por nuestra apuesta incansable por defender la vida.