Nacer, ser, hacer y crecer


Olga

NACER

Tan pronto nació, Antonia lloró con una fuerza inusitada, como anunciando con contundencia su llegada. El silencio del quirófano, que sólo se había interrumpido unas pocas veces por la conversación entre médicos y enfermeras, o para comunicarme algunas pocas indicaciones previas a la cirugía, ahora era interrumpido por ese llanto tan determinado a hacerse escuchar y por el entusiasmo de todos al oírla.

Yo, que llevaba años contemplando todas las formas que podía tener este encuentro, me sentía simplemente relajada y para nada me preocupé por cómo y cuándo me la pasarían para ese primer contacto. Estaba muy bien, me dijo varias veces el neonatólogo, y sobre todo estaba aquí, por fin. Así que al recibirla casi quedé sorprendida, como sin saber muy bien qué hacer con ella, sin mucho margen de maniobra debajo de las sábanas quirúrgicas y sin poder adoptar cualquier otra posición. Recuerdo haberle dado muchos besos y contemplar su carita por unos minutos hasta que la retiraron para seguir con mi cirugía. 

Creo que estaba tan cómoda y tranquila en esa mesa de quirófano porque, al fin y al cabo, yo ya había hecho las paces con esa cesárea como forma de nacimiento y la había, incluso, deseado. Recuerdo que alguna vez, hablando con mi doula Gise y con mi psicóloga Ana, les había contado que para mí la cesárea era una forma de nacer casi análoga a la forma como Antonia había llegado a mi vientre. La posición, la luz, la temperatura, el quirófano en general, no eran tan diferentes al lugar de inicio de nuestro viaje juntas.

Dos años atrás, Antonia había salido parcialmente de mi cuerpo en un quirófano igual de aséptico, tal vez un poco menos frío. La doctora Triana había introducido una aguja especial para realizar la aspiración folicular con la que había iniciado la vida de Antonia. A diferencia de la cesárea, yo no recuerdo el procedimiento porque se realiza bajo sedación total; pero sí recuerdo haber dormido plácidamente -un sueño dulce y reparador, por cierto- durante ese tiempo y al despertar, ya en la sala de recuperación, la doctora, alegre, me había dicho que “nos fue muy bien, tenemos catorce óvulos”. Catorce óvulos que yo había cuidado, como gallina ponedora, durante su crecimiento en las últimas semanas a expensas de una estimulación ovárica agotadora y difícil, que incluía inyecciones diarias, muchas y diferentes pastillas, óvulos vaginales y chequeos casi diarios, muchos viajes por la ciudad para asistir a la clínica, cargar con la nevera de la medicación a todas partes, controlar cada alimento y cada bebida, intentar seguir con la vida “normal” mientras el cuerpo estaba siendo llevado a un límite hormonal por el que nunca había pasado. Aquel día salí de la clínica y me fui a mi casa feliz y orgullosa. Mi misión como incubadora se había cumplida de manera excelente. 

Ese mismo día, aquellos óvulos fueron fecundados con los espermatozoides de un donante a través de un procedimiento que se conoce como “Inyección intracitoplasmática de espermatozoides” o ICSI por sus siglas en inglés. Yo, que para este punto ya era una paciente experta, que había leído y buscado toda la información que había podido encontrar, sabía perfectamente que apenas habíamos subido el primer peldaño de la escalera. Durante los siguientes días pasé de tener catorce “cigotos” a llegar al quinto día con seis embriones de aquellos denominados “viables”, es decir, que a concepto de la embrióloga “se veían bien”. Creo que es un cúmulo de emociones y reflexiones que todavía no he acabado de decantar.

En el quinto día regresé al quirófano nuevamente para la primera transferencia embrionaria, un procedimiento que todavía hoy me parece el momento más increíble y más difícil, delicado y vulnerable de todo el proceso. Temblando de nervios, con la vejiga llena, el estómago desocupado y toda la ilusión del mundo, me recosté nuevamente sobre la mesa quirúrgica de la clínica de fertilidad. Pero esta vez yo estaba plenamente consciente y no había sedación. Lo primero fueron las conversaciones, algunas serias, algunas humorísticas, para preparar el momento mágico. Como parte del protocolo, la doctora, la enfermera y la embrióloga verificaron conmigo toda la información sobre el procedimiento que iba a llevarse a cabo: rectificar que se trata de un solo embrión a transferir, confirmar mis datos y explicar de nuevo el paso a paso. También bromeamos sobre la música, la fecha, el clima del lugar. Entonces la doctora Triana introdujo de nuevo un catéter. Se bajaron las luces al mínimo y la embrióloga se acercó con la sonda que contenía el embrión para depositarlo en mi útero; tras unos minutos de reposo, me ayudaron a ponerme de pie y me fui para la casa a esperar. Tres veces hice este procedimiento. La tercera, el 3 de octubre de 2023, fue con el 4 embrión, femenino -lo sabía por su estudio genético-, que unas semanas después empecé a llamar por su nombre: Antonia.

Así que recibir a Antonia, 39 semanas después en una camilla similar, en otro quirófano, definitivamente no resultaba tan extraño. Como decía anteriormente, casi me parecía como si ella estuviera regresando por una ruta análoga a la de su llegada a mi cuerpo. Muchas veces me pregunté y me imaginé cómo sería el parto vaginal que quisiera para mí. Entre mi formación como doula, los imaginarios de la infancia y la juventud, las crónicas de otras mujeres cercanas y lo que había madurado en mi mente durante los últimos años, tenía así un listado de cosas que quisiera que pasaran y un listado de lo que no, y había dado por sentado que la mejor forma de nacer, y por lo tanto, la manera como Antonia tenía que nacer, era a través de un parto vaginal.

Lo que pasa es que a mí el embarazo me desorganizó todas las certezas y hacia el final del segundo trimestre yo ya había decidido que Antonia nacería como ella y el obstetra que me acompañaban lo decidieran. Había tomado tantas decisiones durante el tratamiento y en los años previos que ya no quería tomar más. Empecé a decirle a Antonia que al final de cuentas era ella la que decidiría cómo y cuándo nacer. Al mismo tiempo, llevaba ya tantas semanas -todo el embarazo, de hecho- lidiando con los temores y las presiones de un embarazo de altísimo riesgo, que desde el comienzo había sido rotulado con esta etiqueta por mi edad, por ser producto de una técnica de reproducción asistida, por mi peso, por antecedentes médicos propios y de mi familia, que para este punto, cuando llegó el momento, cerca de la semana 36, de conversar con el doctor sobre esta decisión, le dije claramente que yo haría lo que él y Antonia consideraran mejor. Por eso en la semana 39, en la que ya parecía que era más conveniente cuidar de Antonia afuera, acepté tranquilamente la posibilidad de la cesárea. 

Confieso que durante algún tiempo sentí que estaba traicionando los principios del nacimiento respetado y humanizado que se suponía que debía tener. Yo ni siquiera hice un plan de parto porque  ya no quería tener que esperar más a que las instituciones hicieran lo que yo necesitaba y anhelaba que hicieran. El embarazo había sido una lucha constante con mi EPS y para ese momento yo ya ni siquiera quería discutir más. Acepté la realidad de que estaba utilizando el bendito privilegio de poder tener un plan de medicina prepagada, un buen profesional de obstetricia y una clínica decente. Mi prioridad por entonces ya no era reclamar, ni exigir, ni esperar más, yo solamente quería tener a Antonia sana y en mis brazos. Creo que este momento, la posibilidad de renunciar a las exigencias y de aceptar lo que iba pasando tal y como iba pasando era el resultado de lo que yo había aprendido durante los años de búsqueda de mi maternidad y durante el tratamiento. Al fin de cuentas, ya había renunciado a un modelo ideal y hegemónico de familia y había aceptado que tendría una familia diferente la de la publicidad (mamá, papá, niño y niña, perro y gato), había renunciado también a las formas tradicionales de concebir un hijo, incluso había renunciado a mis propios calendarios y mis propias agendas en las que había imaginado cuándo y cómo iba a ser madre. El proceso ya no era enteramente mío, pero al mismo tiempo era tan mío que podía permitirme renunciar a intentar el control. Así fue como llegué al quirófano en el que Antonia nació llorando con una fuerza inusitada.


SER/HACER

Si 10 o 15 años atrás me hubieran preguntado cómo me imaginaba que iba a ser mi vida como madre, jamás habría contestado algo siquiera cercano a lo que al final ha resultado. Yo crecí en una familia típica y normativa (papá, mamá, dos hijos) y crecí en un hogar en el que además estaba presente la familia extensa: las abuelas, los tíos y tías, las primas y los primos. 

En este momento mi familia nuclear está conformada por mi hija Antonia y yo. Ese es el nuevo centro que ha nacido en los últimos meses. Pero a mí me gusta mucho la idea de sentir que hago parte de una familia más grande, porque somos muy cercanas a mis padres y a mi hermano. Además, seguimos perteneciendo a esta familia extensa de tíos, tías, primos y primas. Y una cosa que a mí me ha traído la maternidad, la búsqueda de la maternidad, sobre todo, fue la convicción de pertenecer también a una familia de afectos, a una familia de personas que estaban dispuestas a apoyarme en el proyecto de conformar una familia. Esas personas terminaron haciendo parte de otra familia extensa, de cariño, de cuidado y de soporte, que va más allá de los lazos sanguíneos. 

 

Aunque suene un poco cliché, creo que fui una de esas mujeres que desde muy joven supo que quería ser mamá. Era un deseo que estaba presente en mi proyecto de vida desde muy temprano. Pero claro, hasta bien entrada mi vida adulta, yo me imaginaba que para ser mamá lo que tenía que hacer era encontrar una pareja y conformar un hogar con esa pareja, porque esta se conformaba con un papá, una mamá, unos hijos, un perro, una casa. Me encantó crecer en una familia así. Mis decisiones no han partido de una ruptura con ese modelo, pero a medida que fueron pasando los años, me daba cuenta que no encontraba a la persona con la que quería conformar ese núcleo y empecé a notar que tenía más ganas de ser mamá que de tener pareja. Me fui a vivir sola y empecé a disfrutar muchísimo de vivir así, de tener un espacio independiente para mí y no me imaginaba compartiendo ese espacio con otra persona adulta y creando una vida de pareja. Muchos años de psicoterapia y de camino espiritual me ayudaron a entender que al final que no era necesario tener una pareja y que, por otro lado, forzarse a tenerla para poder maternar, es decir, construir una relación de pareja con el objetivo de poder ser mamá, no era el camino indicado. Las cosas podían ser de otra manera.

Hace unos 15 años, empecé a trabajar en proyectos que tenían que ver con infancias en lugares patrimoniales y eso para mí fue como un descubrimiento, o tal vez una ratificación, de ese deseo muy profundo de maternar, que se fue tornando en una urgente necesidad de emprender esa búsqueda de la maternidad que me resultaba cada vez más visceral, corpórea y sentida. Yo trabajaba con niños y niñas de primera infancia y recuerdo que cuando se marchaban me quedaba con una sensación de vacío, porque el tiempo que habíamos compartido había sido absolutamente feliz para mí. Yo acababa de empezar un doctorado y no tenía una beca completa, entonces debía trabajar y estudiar. Las jornadas se hacían muy pesadas y yo me iba dando cuenta -a pesar de toda mi oposición y mi tristeza de que así fuera- de que ese no era el momento para ser madre. Aunque mi deseo entró en una suerte de pausa que me parecía eterna y dolorosa, hoy veo en retrospectiva aquella época y creo que fue lo mejor, no sólo por las circunstancias, sino porque esos años de espera me permitieron explorar mucho las opciones y decantar la decisión. Por ejemplo, en ese tiempo vi la película Antonia (Memorias de Antonia) y por primera vez consideré la posibilidad de que una mujer decidiera tener una hija sin un padre; tomaba cafés con mis amigas para conversar y exploré las opciones para maternar sin una pareja. Empecé a investigar. 

Así encontré que había movimientos de madres solteras por elección -que es como se conoce en todo el mundo- en Estados Unidos, en Argentina, en España. Empecé a unirme a sus blogs y foros (era entre 2013 y 2014, más o menos) y a enterarme de cómo se conformaba un hogar monoparental. Leerlas me ayudó muchísimo a entender las posibilidades que había y las implicaciones que esto tendría. Aunque hoy en día suene gracioso, fue como darme cuenta de que aquella no era una idea que se me estuviera ocurriendo sólo a mí y eso me abrió un poco los ojos al mundo y también a entender todos los retos que eso representaba. Un par de años después, cuando me fui a hacer la pasantía doctoral en México y en España, dediqué parte de ese viaje a explorar opciones, a conversar con otras personas y a asesorarme. Cuando regresé a Colombia, en el 2017, entré a la formación de doulas y profesoras de yoga prenatal en Happy Yoga, con la intención de explorar la maternidad desde otras esquinas, o lo que yo llamaba “maternar la maternidad”, para intentar saber qué era eso que yo sentía que necesitaba construir en mi interior y mi entorno para poder ser madre. Todo lo que experimenté entonces fue absolutamente revelador en muchísimos sentidos para mí, en mi propia búsqueda, en mi entendimiento de mí misma, de mi faceta como madre y como mujer en todas sus potencialidades, incluso fue crucial para poder terminar la tesis doctoral. 

En 2018 terminé el doctorado y luego vinieron casi dos años de desempleo, luego la pandemia, mudarme de ciudad dos veces y, finalmente, volver a trabajar a finales de 2020. Sólo entonces pude finalmente retomar los planes y trazar una ruta nuevamente para hacerlo posible. Ya para entonces había decidido que quería ser madre con un tratamiento de reproducción asistida, porque otras formas de conseguir el embarazo no estaban ya dentro de mis elecciones, me resultaban temerarias y complicadas. No quería todavía decidirme por la adopción y entonces no quedaban muchas más alternativas. Recurrir al tratamiento me parecía un reto muy grande para mi salud, mis finanzas, mi entorno familiar, mi organización en el trabajo, pero al fin de cuentas era lo más sensato que podía decidir en ese momento, por lo que empecé a indagar por las clínicas, opciones de tratamiento, precios, entre otras cosas. Finalmente inicié mi tratamiento con la doctora Triana en 2022 y luego de muchísimas pruebas, intentos, exámenes, procedimientos, pausas que parecían interminables, cálculos presupuestales, cronológicos, médicos, y demás, la fuerza de la voluntad y el deseo inmenso ganaron: y aquí está Antonia.

CRECER

Dicen que el embarazo es una expansión constante, pero creo que yo me he sentido más expandida en el posparto. Es como si las fronteras, todas ellas, se me hubieran desdibujado. Las fronteras del propio cuerpo, las fronteras del amor y de otros sentimientos, las fronteras de la energía y también las del cansancio. A veces siento que se me expanden los recuerdos y me parece como si el camino recorrido también se expandiera retrospectivamente y yo no pudiera contener tantas memorias, y tampoco pudiera identificar del todo el punto de inicio y el punto de llegada. Podría pensarse que el punto de llegada es Antonia, pero ella misma no es tampoco un destino final, terminado y fijo. 

Antonia crece y crezco yo con ella, crece nuestro intercambio de lenguajes, crecen la rutina y la cantidad de cosas por hacer cada día. Crecen las conversaciones con amigas y amigos, crecen los intercambios con los abuelos, con tíos y tías, incluso con los desconocidos. Descubrimos la una en la otra la posibilidad del encuentro cómplice, de la mirada, la sonrisa, la teta, el grito de emoción, el balbuceo, las instrucciones claras que empiezan a construir límites. Habitualmente es ella quien me gana en recursos expresivos, porque yo tengo la palabra pero ella tiene el gesto: yo le digo cosas pero ella se mueve y se expresa con tanta contundencia que toda palabra parece insuficiente ante la maravilla de quien descubre el entorno por primera vez.

En medio de este crecimiento, he descubierto también las grandes mentiras sobre la maternidad urbana contemporánea. Las falacias de esos discursos aprendidos y reproducidos en redes tantas veces que ya han perdido sentido. Dicen, por ejemplo, que para criar un bebé se necesita una tribu, y me pregunto ahora dónde está, cómo la hago, a quién llamo. Este modelo de la tribu de crianza no me encaja con el horario de 24 horas y 7 días por semana que, a diferencia de todo lo demás, no crece, no se expande. Cómo se supone que “haga tribu” si cada jornada la debo dividir entre dos trabajos de tiempo completo: un trabajo remunerado con horario de oficina, y otro trabajo de crianza y cuidado que no para; ¿en qué momento se supone que me junte con otras madres? ¿En qué momento debo retomar mis antiguas actividades para “no perderme en la maternidad”? Tampoco es factible que me acompañen otras personas si los días no alcanzan, si cada desplazamiento en esta ciudad te toma 1 o 2 horas, si llegamos de los trabajos agotados y estresados. Las mujeres urbanas criamos en profunda soledad, porque incluso si así lo decidimos, si optamos por criar sin una pareja, el abismo de la soledad en las rutinas nos consume.

No se puede renunciar a un trabajo si no tienes otras posibilidades de sostenimiento, no puedes dedicarte tiempo a ti misma ni puedes salir a buscar a otras madres si ese trabajo te mantiene ocupada de 7 a 7. No se puede seguir exigiendo a las madres que nos prioricemos, que no nos abandonemos, que cultivemos nuestras otras dimensiones vitales si las redes de apoyo para el cuidado son precarias, fragmentadas, selectivas, si la ciudad nos confina y nos atrapa en su rutina, su inseguridad, su clima, su transporte ineficiente.  

Cada noche, en medio del cansancio, caliento la cena de Antonia y mientras come miro sus manitos. Observo con detenimiento cómo va cambiando la proporción de tamaño entre sus dedos y los alimentos. Me abstraigo en ello para no quedarme dormida antes que ella. Protesto internamente por la cantidad de tareas que -otra vez- tendré que aplazar para el día siguiente. Repaso en mi memoria a quiénes podría llamar el fin de semana para conversar y vernos, la lista se achica generalmente y concluyo que el fin de semana igual, ya está lleno de pendientes. Me concentro de nuevo en Antonia, sus dedos largos y lo rápido que crece, que crecemos. Cierro mentalmente las ventanas de esta guarida que hemos ido construyendo las dos y me refugio en ella, en su voz. Entonces un grito interrumpe mis 5 segundos de meditación, pero no es un grito de dolor ni de miedo, es ella que me llama para que la observe de nuevo. Mientras va creciendo, Antonia va aprendiendo otras formas de anunciar con contundencia su llegada.

Olga, primera sesión de arteterapia.

Olga, segunda sesión de arterapia.

“Mi familia es una cadena montañosa de tierra oscura, grandota y fértil, que recibe el agua en forma de lluvia, se nutre y la nutre al mismo tiempo…El rosa carne que somos ambas invade nuestra casa, siendo arcoíris no remplazaste ninguna tormenta, solo conjugaste la lluvia/lágrimas con el sol/alegría”.

Olga, Somos tierra y agua, segunda sesión de arteterapia.

Escucha aquí la voz de Olga

Antonia, mi hija bebé y yo somos una familia monomarental. Me gusta decir que nuestra familia es monomarental porque así le doy lugar a mi rol como madre sin pareja por elección. Vivimos juntas en Bogotá.